lunes, 19 de abril de 2010

Texto 1

Rayuela (Cortázar, 1977)

Capítulo 34, Fagmento correspondiente al Texto 1
(SIC) “En setiembre del 80, pocos meses después del fallecimiento de mi padre, resolví apartarme de los negocios, cediéndolos a otra casa extractora de Jerez tan acreditada como la mía; realicé los créditos que pude, arrendé los predios, traspasé las bodegas y sus existencias, y me fui a vivir a Madrid. Mi tío (primo carnal de mi padre), don Rafael Bueno de Guzmán y Ataide, quiso albergarme en su casa; mas yo me resistí a ello por no perder mi independencia. Por fin supe hallar un término de conciliación, combinando mi cómoda libertad con el hospitalario deseo de mi pariente; y alquilando un cuarto próximo a su vivienda, me puse en la situación más propia para estar solo cuando quisiese o gozar del calor de la familia cuando lo hubiese menester. Vivía el buen señor, quiero decir, vivíamos en el barrio que se ha construido donde antes estuvo el Pósito. El cuarto de mi tío era un principal de dieciocho mil reales, hermoso y alegre, si bien no muy holgado para tanta familia. Yo tomé el bajo, poco menos grande que el principal, pero sobradamente espacioso para mí solo, y lo decoré con lujo y puse en él todas las comodidades a que estaba acostumbrado. Mi fortuna, gracias a Dios, me lo permitía con exceso.
Mis primeras impresiones fueron de grata sorpresa en lo referente al aspecto de Madrid, donde yo no había estado desde los tiempos de González Brabo. Causábanme asombro la hermosura y amplitud de las nuevas barriadas, los expeditivos medios de comunicación, la evidente mejora en el cariz de los edificios, de las calles y aun de las personas; los bonitísimos jardines, plantados en las antes polvorosas plazuelas, las gallardas construcciones de los ricos, las variadas y aparatosas tiendas, no inferiores por lo que desde la calle se ve, a las de París o Londres y, por fin, los muchos y elegantes teatros para todas las clases, gustos y fortunas. Esto y otras cosas que observé después en sociedad, hiciéronme comprender los bruscos adelantos que nuestra capital había realizado desde el 68, adelantos más parecidos a saltos caprichosos que al andar progresivo y firme de los que saben adónde van; mas no eran por eso menos reales. En una palabra, me daba en la nariz cierto tufillo de cultura europea, de bienestar y aun de riqueza y trabajo.
Mi tío es un agente de negocios muy conocido en Madrid. En tros tiempos desempeñó cargos de importancia en la Administración: fue primero cónsul; después agregado de embajada; más tarde el matrimonio le obligó a fijarse en la corte; sirvió algún tiempo en Hacienda, protegido y alentado por Bravo Murillo, y al fin las necesidades de su familia lo estimularon a trocar la mezquina seguridad de un sueldo por las aventuras y esperanzas del trabajo libre. Tenía moderada ambición, rectitud, actividad inteligencia, muchas relaciones; dedicóse a agenciar asuntos diversos, y al poco tiempo de andar en estos trotes se felicitaba de ello y de haber dado carpetazo a los expedientes. De ellos vivía, no obstante, despertando los que dormían en los archivos, impulsando a los que se estacionaban en las mesas, enderezando como podía el camino de algunos que iban algo descarriados. Favorecíanle sus amistades con gente de este y el otro partido, y la vara alta que tenía en todas las dependencias del Estado. No había puerta cerrada para él. Podría creerse que los porteros de los ministerios le debían el destino, pues le saludaban con cierto afecto filial y le franqueaban las entradas considerándole como de casa. Oí contar que en ciertas épocas había ganado mucho dinero poniendo su mano activa en afamados expedientes de minas y ferrocarriles; pero que en otras su tímida honradez, le había sido desfavorable. Cuando me establecí en Madrid, su posición debía de ser, por las apariencias, holgada sin sobrantes. No carecía de nada, pero no tenía ahorros, lo que en verdad era poco lisonjero para un hombre que, después de trabajar tanto, se acercaba al término de la vida y apenas tenía tiempo ya de ganar el terreno perdido. Era entonces un señor menos viejo de lo que parecía, vestido siempre como los jóvenes elegantes, pulcro y distinguidísimo. Se afeitaba toda la cara, siendo esto como un alarde de fidelidad a la generación anterior, de la que procedía. Su finura y jovialidad, sostenidas en el fiel de la balanza, jamás caían del lado de la familiaridad impertinente ni del de la petulancia. En la conversación estaba su principal mérito y también su defecto, pues sabiendo lo que valía hablando, dejábase vencer del prurito de dar por menores y de diluir fatigosamente sus relatos. Alguna vez los tomaba desde el principio y adornábalos con tan pueriles minuciosidades, que era preciso suplicarle por Dios que fuera breve. Cuando refería un incidente de caza (ejercicio por el cual tenía gran pasión), pasaba tanto tiempo desde el exordio hasta el momento de salir el tiro, que al oyente se le iba el santo al cielo distrayéndose del asunto, y en sonando el pum, llevábase un mediano susto. No sé si apuntar como defecto físico su irritación crónica del aparato lacrimal, que a veces, principalmente en invierno, le ponía los ojos tan húmedos y encendidos como si estuviera llorando a moco y baba. No he conocido hombre que tuviera mayor ni más rico surtido de pañuelos de hilo. Por esto y su costumbre de ostentar a cada instante el blanco lienzo en la mano derecha o en ambas manos, un amigo mío, andaluz, zumbón y buena persona, de quien hablaré después, llamaba a mi tío la Verónica.
Mostrábame afecto sincero, y en los primeros días de mi residencia en Madrid no se apartaba de mí para asesorarme en todo lo relativo a mi instalación y ayudarme en mil cosas. Cuando hablábamos de la familia y sacaba yo a relucir recuerdos de mi infancia o anécdotas de mi padre, entrábale al buen tío como una desazón nerviosa, un entusiasmo febril por las grandes personalidades que ilustraron el apellido de Bueno de Guzmán y sacando el pañuelo me refería historias que no tenían término. Conceptuábame como el último representante masculino de una raza fecunda en caracteres, y me acariciaba y mimaba como a un chiquillo, a pesar de mis treinta y seis años. ¡Pobre tío! En esas demostraciones afectuosas que aumentaban considerablemente el manantial de sus ojos, descubría yo una pena secreta y agudísima, espina clavada en el corazón de aquel excelente hombre. No sé cómo pude hacer este descubrimiento: pero tenía certidumbre de la disimulada herida como si la hubiera visto con mis ojos y tocado con mis dedos. Era un desconsuelo profundo, abrumador, el sentimiento de no verme casado con una de sus tres hijas; contrariedad irremediable, porque sus tres hijas, ¡ay, dolor! estaban ya casadas.” Cortázar, Julio (2005) Rayuela, México, Alfaguara, págs. 216 - 221